Casa de herrero, cuchillo de palo.
- Ignacio Sottini
- 1 abr 2017
- 4 Min. de lectura
Hace unos meses fui invitado a un evento llamado Open House, una reunión en la cuál un arquitecto abría las puertas de su obra arquitectónica a un público selecto, con un modesto servicio de catering, una ambientación con música tranquila, en un atardecer veraniego. Uno podía recorrer la casa para poder apreciar en primer persona aquellos detalles que en las fotografías se perderían.

La casa era exquisita, una hermosa villa en las sierras con visuales de 360 grados que sumergían a uno en un ambiente natural, campestre y hasta parecía estar aislado de la urbanización, cuando en realidad solo estaba un kilómetro del centro de esa localidad serrana. Los paños de vidrio de piso a techo eran horizontales, con aberturas metálicas oscuras y enmarcaban diferentes paisajes para no aburrir la vista del cliente. El piso interior era de un hormigón enlucido que brillaba cual espejo y el cielorraso de yeso blanco contrastaba tan bien con esas paredes oscuras que hasta parecía una pintura. Un hermoso homenaje a la casa Farnsworth de Mies, en versión Córdoba, Argentina. Todos felicitábamos el trabajo del arquitecto, y él, con sonrisa de oreja a oreja, aceptaba cada halago mientras se iba hinchando de orgullo.
Semanas atrás, el mismo arquitecto me invitó a otro Open House, pero esta vez no era de un cliente en particular, sino era de su propia casa. Una obra que había llevado más de tres años en hacerse. Finalmente había alcanzado su etapa final y estaba lista para mostrarse al público. ¿Lo estaba?
Otros colegas y amigos iban a asistir al evento y todos se mostraban curiosos de ver la obra de este nuevo arquitecto que poco a poco comenzaba a alzarse en vuelo y adquirir cierta imagen y jerarquía. No era un evento de gala pero sí algo un poco más arreglado que un domingo por la tarde en casa. El clima otoñal se prestaba para abrir todas las ventanas y andar de pantalón y una remera polo.
Cuando llegamos a la casa, mis ojos se abrieron de par en par al ver una magnífica fachada de hormigón visto con grandes vanos de paños vidriados pero las cortinas imposibilitaban ver el interior. Yo ya me lo imaginaba todo, incluso el diseño del equipamiento. Fue distinta la imagen que tuve en el interior, mientras recorría esa vivienda en el Open House. Los pisos eran de granito opaco mientras que había paredes revestidas con madera que poca alegría transmitían. El equipamiento parecía haber salido de un catálogo de los noventa y además en un estudio había una lámpara que no se definía del todo entre ser vintage o ser vanguardista. Todos estos elementos en mi galería de fotografías eran preciosos por sí mismos, pero en el composé quedaba un popurrí con poca gracia.
El arquitecto, muy orgulloso, nos mostraba todo y con cada palabra que daba yo me daba cuenta de lo confundido que estaba al diseñar su propia casa y su propio bienestar. ¿Por qué? ¿Acaso no sabe lo que él necesita para sí mismo? Bueno, pues por los esquemas que él mismo mostraba de la etapa de proyecto, sabía muy bien lo que quería y era justamente ese el problema.
Sin entrar en muchos detalles, él mismo al convertirse en su propio cliente había desdibujado el límite de lo que era una composición armónica, y quería volcar todos sus gustos y pasiones en una sola obra para lucirlo de pies a cabeza.
La casa se había convertido en un manifiesto barroco, con exageración de detalles y cosas innecesarias que además poco tenían que ver con un todo armónico. Todos los presentes asintieron a cada explicación que él daba pero muchos (Entre esos yo) se retiraron del evento con un gusto extraño en la boca. Nadie lo culpaba pero si surgía el interrogante: ¿Así será mi propia casa?
— Mi casa la vas a diseñar tú y yo seré meramente el cliente— dijo una colega, convencidísima. Yo pensé inmediatamente en lo mismo. Yo no sería quien diseñaría mi casa.
¿Por qué alguien que es tan bueno diseñando para extraños es tan indeciso con algo para sí mismo? ¿Por qué no se le puede poner el mismo estilo a lo que uno hace para otros, que lo que uno hace para sentirse bien consigo mismo? Porque no sabemos bien que es lo que queremos, ni cómo queremos mostrarlo.
Yo soy amante de la arquitectura barroca, del pop art, del high tech y de los muros de ladrillo cribado. ¿Se imaginan una casa que combine todo eso? Sería una explosión de texturas y colores, algo totalmente grotesco. Pero… ¿Cómo filtrar lo que nos gusta de una forma armoniosa sin dejar de lado otro gusto? Bueno, pues… creo que allí entra en juego la crítica exterior. Los arquitectos, y los diseñadores en general, somos muy acaparadores de pasiones y esto tiene un grave problema cuando se encuentra con algo presente en todos nosotros: somos indecisos.
Si me cuesta elegir qué bitácora usaré este año para dictar clases, ¿Se imaginan lo que sería eligiendo cómo armaría mi casa? Creo que por eso el arquitecto tardó tres años en hacer su propia casa, yo creo que tardaría el mismo lapso o incluso más. Y es allí donde un colega consejero, un guía y hasta diría que un asesor vienen muy a mano. Porque somos incapaces de ser autocríticos con nosotros mismos, en el presente pero si mirando el pasado. Porque el ojo propio mira con cariño las pasiones y no así el ojo ajeno. Porque la crítica constructiva eleva y no destruye (Y hay que tener cuidado con quien elegimos de asesor, pues tampoco querríamos tener un inconformista y negativo dándonos consejos). Creo que ser nuestros propios clientes es algo para lo que no estamos preparados, porque siempre estamos atentos a cubrir las necesidades de otros pero no siempre las nuestras.
Lejos estoy de comenzar a diseñar mi casa, pero algo es seguro: yo seré meramente el cliente.
¿Y tú? ¿Diseñarías tu propia casa?
Comentários